Paris, 19 de agosto de 2015
Pasan los años y el vértigo se acentúa como al inicio de una pendiente muy empinada. Sin importar hacia dónde mire, mi estómago se revuelve, preso del miedo tal vez, a no tener ningún control sobre el futuro y a las nostalgias por las añoranzas del pasado. Siento náuseas cuando veo más allá y para calmar la ola de sensaciones desagradables y evitar caer en picada, bajo la mirada hacia mis pies bien juntitos en el suelo.
Hacía rato no los miraba, debe ser porque me he dedicado mucho a mirar al cielo, haciendo plegarias, pidiendo respuestas y misericordia. Empinada me he esmerado en mantener el equilibrio, con la cabeza muy en alto, orgullosa y decidida. Es raro, esos pies antes no me gustaban. Siempre los ví muy grandes y gordos, desparramados porque "siempre usa tenis y nunca usa tacones", me dijo alguna vez un vendedor de calzado.
Pero hoy, por alguna razón que muchos explicarían como un aumento de seguridad y autoestima (razones que me parecen ridículas porque esas cosas no se "cuantifican" y si es de materializarlas, más bien diría que van y vienen con las vueltas que da la vida), los veo delgados, firmes, limpios y suavecitos por encima.
Sin embargo, comienzo a tocarlos y la sensación es confusa. Las plantas son tersas en unas partes y resecas en otras. Mi primera reacción es querer limar esas asperezas con piedra pomes porque no me gustaría que al tener contacto en el amor, se sientan las huellas de mi tosco camino recorrido. Yo creo que a nadie le debe gustar sentir una caricia de piel seca y corroida.
Sigo inspeccionándolos y encuentro una herida en medio de los dedos. Por su textura parece que estuvo muy abierta y ya ha cicatrizado. Cierro los ojos y haciendo memoria recuerdo que sentí un pinchazo hace unos días cuando caminaba deprisa. Y me sorprende darme cuenta de que hubo mucha sangre pero yo iba tan rápido que ni siquiera el dolor me hizo detenerme.
Es cierto que no es posible verse a uno mismo sino a través de un espejo, pero logro imaginar mi apariencia en ese recorrido. Esa espía de mi misma me mira sentada tranquila en un banco justo al borde de mi camino. Sonríe sutilmente con un gesto de "ay pobrecita como le afana vivir la vida" y ve mi cuerpo tensionado que se mueve con gestos rápidos, planeados y sincronizados.
El vértigo va desapareciendo mientras me fijo en más detalles de mis pies ahí juntitos. Y desde su anatomía comprendo las razones de mis miedos. Me prometo bajar más seguido la mirada y apreciarlos en el presente que vivo, sin perderme en los juegos de espejos, pasados y futuros.
No te volví a ver en El Tiempo Carolina, abandonaste ese blog?
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